Al principio crees que es transitorio. No, no es cierto: al principio incluso piensas que es mentira. Que da igual que te hayan dado un diagnóstico de una enfermedad crónica y absurda, que en cuanto descanses un par de meses, volverás a se la que eras. Como si no pudieras tú con ello. Luego, los meses empiezan a pasar y a pesar de ello, continúas confiando en la transitoriedad. Un día estarás mejor, y luego hasta estarás bien. Todo lo que vas dejando de hacer, se retomará en algún momento, hay que tener paciencia, pasarán estos días, estos meses en los que el tiempo parece haberse detenido.
Pero luego transcurrido el tiempo que marcan las burocracias y la administración, tienes que reincorporarte al trabajo, y lo haces, y hasta piensas que vas a poder con ello, porque encima, de forma absolutamente extraordinaria, e inusual (y más en estos tiempos), tu empresa se porta, y te echa una mano. Y gracias a ello, y al apoyo incondicional, y a que eres una cabezota, aguantas casi medio año, aunque haya días, casi todos, en que te arrastras hasta tu mesa, y vuelves a casa como si volvieras de la guerra, y la vida es una sucesión de pijama/traje de chaqueta/pijama, y los fines de semana los pasas en la cama, porque no puedes más, hasta que ya no puedes más, y de nuevo la baja.
Lo difícil no es estar enferma: hay cosas mil veces peores que este síndrome de fatiga crónica y fibromialgia que se ha instalado sin ninguna invitación en mi vida y se ha hecho dueña de cada uno de mis pasos y cada una de mis decisiones. Lo difícil no es tener que entender que no puedes hacer absolutamente nada sin que el dolor te pase factura, sin que el agotamiento te lleve irremediablemente a tener que tirarte sobre la cama. Que leer una novela es una tarea casi imposible. Que ya no puedes hacer dos y tres cosas a la vez como antes. Que a veces te pierdes cuando estás viendo una película. Que tienes un amplio repertorio de dolores estúpidos, inexplicables y continuos por todo el cuerpo. Que te despiertas tan cansada, o más, que cuando te acostaste. Que dos conversaciones cruzadas (y a veces una) pueden llegar a aturullarte. Que te agota cada emoción (incluso las «buenas» emociones). Que la energía con la que te despiertas, que no es mucha, se desvanece a media mañana sin hacer nada, y en diez minutos, si te da, por ejemplo, por algo más que hacer la cama. Que caminar más de diez minutos te obliga a buscar con la mirada un banco en el que sentarte. Que cuando te lavas el pelo, casi siempre tienen que ayudarte a aclararlo y a secarlo. Que cualquier olor de productos químicos (a veces incluso los perfumes) te levantan un dolor de cabeza que puede durar días. Que a veces, el ruido de las olas con la ventana abierta, se hace insoportable. Que a partir de las seis de la tarde, tienes décimas de fiebre. Que si te pasas mínimamente, la fiebre llega casi a 38 grados. Que las dificultades para concentrarte te haga que siempre dudes de si habrás hecho bien cualquier cosa que has hecho. Que esa inseguridad te eleve, por muy controlada y racional que seas, la ansiedad por encima de lo asumible. Que lo pasas fatal cuando te llaman tus amigos porque nunca puedes decirles que estás mejor, y terminas por pensar que eres un ser absolutamente monográfico. Que no puedes planear absolutamente nada, porque nunca sabes cómo te vas a encontrar ese día. Que cualquier viaje en coche de más de cincuenta kilómetros es agotador. Que te cansa estar fuera de tus rutinas, de tu espacio, del silencio de tu cuarto y de tu casa. Que seguir sonriendo y diciendo que bueno, que estás más o menos, se lleva gran parte de tu energía. Y tantas otras cosas.
No. Lo difícil no es estar enferma. Lo verdaderamente difícil es estarlo, pero tener que actuar como si no lo estuvieras. Pensar que tienes que volver a trabajar y tendrás que vivir como si no estuvieras enferma, comiéndote el dolor y el agotamiento. Que algunas personas (y no hablo de los míos, ni de los amigos, que benditos todos ellos, si no fuera por lo querida que me siento, no habría podido con ello) te digan, cuando les dices que tienes fatiga crónica, que ellos también están muy cansados. Que te digan por qué no te vienes, mujer (compromisos, comidas, visitas), total, si estás mal, qué más te da estar mal en tu casa que aquí. Que todavía haya mucha gente que piense que eso de la fibromialgia y la fatiga crónica es la coartada perfecta para los vagos que quieren estar de baja. Que en la Inspección Médica te traten como si fueras una delincuente. Que te digan cosas como: «Todo eso que te pasa… ¿no será psicológico?». Que te sientas culpable (pero muy MUY culpable) porque al fin y al cabo no estás tan mal, otros están peor y a lo mejor no se quejan tanto, y ya verás cuando te ocurra una desgracia de verdad, cómo vas a lamentar haberte quejado por tan poca cosa, porque, como lo que te pasa no se ve, a veces tienes la tentación de pensar que es poca cosa. Que a veces cuando hablas con alguien de estas cosas, tengas que hacer esfuerzos porque terminas llorando. Que la sospecha de que nunca volverás a ser la que eras, se confirme lenta pero inexorablemente. Que por mucho que te quieran, no puedas evitar sentirte un auténtico coñazo para los que te rodean.
Lo verdaderamente difícil, es asumir que estás enferma, mucho más allá de saber que estás enferma.
(Drap Blanc, de Claude Gaveau)
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