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Archive for julio 2008

Que llueva…

Ya sé que es muy impopular, que todo el mundo quiere sol y playa, pero pordiósbendito, como no rompa a llover, como no descargue la tormenta, a mí me va a dar algo.

Quiero que caiga agua a cántaros, que se vacíen las nubes, que desaparezca este calor asqueroso que me está volviendo loca y me produce un cansancio tan horrible que ya no sé cómo situarme.

Así que, sorry, pero apenas puedo escribir.

Y os dejo con un vídeo de un tipo que seguramente ya conoceréis. Yo lo descubrí ayer en el programa de Buenafuente (en el de Berto ahora que Buenafuente ha salido un ratito) y me pareció muy particular. No es cantante, no es un monologuista al uso, y tampoco exactamente un colaborador, es una especie de no sé qué, pero tan majete, tan fresco, que me gustó mucho.

He buscado por youtube y aún no estaba colgada su actuación de ayer, que sí se puede ver aquí, pero he encontrado esto, que no conocía. Y me ha quedado en plan gusano, el estribillo en la cabeza…

No lo he dicho. Se llama David Guapo

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Ahora
que Blancanieves no come manzanas
por temor a los transgénicos,
que Peter Pan tiene dos hijos
y una hipoteca,
que Caperucita
lidera la ONG «Salvemos al lobo»,
que la Bella Durmiente
se atiborra de Orfidal
y la Bruja Malvada
visita regularmente a un psicoanalista,
ahora,
dime
qué hago aquí una vez más,
subiendo las escaleras de tu casa
deseando
que tus manos escriban
en las líneas de mi piel
un cuento de hadas
de final con beso
cada tarde.

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Las series b, los guiones malos, los histrionismos, toda esa colección de frases y actitudes que se repiten y que se convierten en una especie de nube de tags de la que echar mano en situaciones dramáticas.

Todo eso.

Hace unas semanas una madre secuestró a su hija de dos años del centro donde estaba acogida desde que le fue retirada la custodia. Sin entrar en valoraciones (yo tengo la mía propia, pero como es el resultado de una información limitada -todas las informaciones lo son- y de mi propia intuición, no voy a expresarla aquí), lo que me resulta sorprendente del asunto, son las declaraciones que la madre en cuestión ha concedido a un periódico. Para empezar, dado que se halla en paradero desconocido, y que ni siquiera su madre y su hermana saben en qué ciudad está , porque ella tiene la precaución de decirles a cada una que está en ciudades diferentes, hay que concluir que es ella misma quien se pone en contacto con el periódico, lo que empieza a dar alguna pista del asunto.

Pero lo más llamativo de todo es la contundencia de sus frases, arrancadas directamente de los guiones de las películas de serie b que el fin de semana suministra la tele con el fin de facilitar la siesta:

Estoy dispuesta a cualquier cosa por mi hija. Voy a estar siempre con ella. Tenemos armas y estamos preparados para disparar.

Y añade:

Si finalmente me alcanzara una bala y muriese, lo haría por el amor de mi hija

Y más:

Y si tengo que secuestrar a alguien del Principado, lo haría, porque no me van a arrebatar a mi hija, que es lo que más quiero ahora en el mundo

Ya sé que alguien me hablará de las madres coraje, de esas mujeres que luchan por sus hijos, etcétera, etcétera, y que no digo yo que no. Insisto en que desconozco todos los aspectos de esta historia, y no quiero ser injusta, por más que no deje de chocarme que también en esas mismas declaraciones, la madre asegure con respecto a la niña (una niña de dos años, recuérdese)

«Le estoy pagando una profesora que le da cuatro horas al día, dos por la mañana y dos por la tarde. Quiero que la pequeña se desarrolle como una niña normal y estudie una carrera».

Yo de lo que hablo es del lenguaje: de esas frases que se cuelan en el cerebro procedentes del escaso esfuerzo intelectual de unos guionistas un poco vagos, y que luego se sueltan en situaciones así, y una no sabe si está ante una tragedia o ante una parodia. De la tendencia a una grandilocuencia que raya lo risible , que la ingestión indiscriminada de subproductos de ese cariz, proporciona a los cerebros en horas bajas (se confabula con la hora de la siesta, y el resultado es como es).

Así que, por favor, señores programadores: otras cositas a esa hora de la tarde, que estamos indefensos y con el cerebro blandito y tendente a dejarse horadar por cualquier enunciado. O más bien, señores guionistas: un poquito de contención, que luego pasa lo que pasa…

Los periódicos y las teles y eso, están hoy repletitos de espectaculares imágenes del festival aéreo de ayer, que congregó debajo de mi ventana y en toda la bahía  a cuatrocientas mil personas. Pero la foto está tomada el viernes por la tarde, mientras sobre la playa entrenaban helicópteros y aviones las piruetas que luego hicieron vibrar al público… Prefiero colgar aquí la protesta escrita de algún bañista, un poco hartito, como servidora de tanta exhibición, asquerosamente ruidosa y enervantemente patriótica…

Y la canción habla de aviones. Pero es más tranquilita que el ruido que hace el puñetero eurofighter…

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La hora bruja

Al otro lado de tu voz había un mar agonizando en una marea de calma inquieta y a mí sólo se me ocurría hablarte del color del cielo, con las palabras anudadas al sol que se ocultaba lentamente un poquito más al sur del cerro. Tendrías que verlo, dije, y al otro lado de mi voz, dirigiste la mirada a una ventana que no daba a un mar y en la que el sol no se ponía y entonces me hablaste de lunas llenas compartidas y de novias de las de antes.

Al otro lado de tu voz había habido impaciencia y dedos confusos, y tentaciones de las que huí lo suficientemente despacio para que me atraparan, y una urgencia que rompía las costuras de su blusa de saldo, y muchas horas de pensamientos  que necesitaban huir como pájaros en la tarde en bandada hacia el otro lado de mi voz.

Y fue el desorden, reconocerse y sorprenderse, adivinar gestos, dejarse llevar por la risa, atropellarse, mutilar las frases, recuperar la vida a saltos, enlazar historias como cerezas enredadas, transitar del corazón a los asuntos, dejarse hechizar, asustarse a ratos de cuánta vida vamos acumulando en esas estanterías polvorientas que llamamos años y con qué frescura se conserva. Fue el caos de palabras escritas, de palabras habladas, de palabras ocultas, de palabras confusas,  de palabras secretas, de palabras reveladoras, de palabras azules, de palabras como religión única de ateos irredentos. Y a saltos en el tiempo, en los argumentos, el rumor del mar llegó hasta el otro lado de mi voz y te llevó entre espumas hasta la tarde tuya de palabras revisadas,  otras horas inaugurales en esta ciudad a la que no tendrás más remedio que concederle, como mínimo, el beneficio de la magia.

Y el cielo fue cambiando de color, del naranja enfebrecido, al rosa deshilachado de las ilustraciones de la infancia, y luego al violeta acogedor y cómplice y  más tarde a un azul de  silencioso abrazo clandestino, y desde el otro lado de mi voz se dibujaba la estatura exacta del encuentro, y se firmaba un acuerdo secreto y mudo de complicidades tejidas en esa urgencia por saber, por contar, por acortar el tiempo entre el desconocimiento y la intimidad de saberse, y el cielo se encaminaba hacia una oscuridad luminosa, y para entonces había terminado por escribirse un capítulo de una historia extraña y hermosa, una historia rara, que para historias normales y corrientes ya está la vida repartiéndolas a mansalva, y mostrándose cicatera con esas rarezas que el azar, o el misterio, convierte en indispensables para que la existencia, sólo a veces, se pinte de colores.

Al otro lado de mi voz, entonces, preguntaste ¿Tú sabes cómo se llama esta hora? Y a punto de decir, porque también era una respuesta posible, La hora violeta, en el último segundo, de mi boca salió, ya sin dudas, la verdadera respuesta, que también era la única: La hora bruja, claro. Y allí, a ese otro lado del cielo de colores y el mar deshaciendo adioses imposibles porque no era el tiempo, asentiste. Y yo creo que sonreías.

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Por debajo del silencio

… Y entonces nos dio por peinar los silencios para ponerlos bonitos. Nos dio por respetarnos hasta la tontería, por callar los deseos ante el temor de condicionar, de restarle al otro un ápice de su tiempo o de su vida. Nos dio por la cortesía, por no mancharnos con esas palabras que parecen reclamar, que instan, no fuera a ser que se nos notara la impaciencia. Nos dio por encoger los hombros, no importa, en otro momento, ya hablaremos.

Y los minutos cayeron como menudos granos de arena y se fueron las horas entre nuestros dedos que enhebraban ese silencio que callaba urgencias. Hablábamos de ciudades y de cárceles, de culpa y de muerte, de Nueva Orleans y de la universidad, y una parte de ti, clandestinamente, me arrancaba la ropa y una parte de mí deseaba violentamente que alrededor de nosotros el mundo se hiciera piedra, todo detenido en una parálisis mineral, y seguíamos bromeando, con la trivialidad de los encuentros casuales,  pero se nos iban tiñendo los ojos con la turbiedad de lo evidente.

Y aunque calláramos en una absurda sucesión de desencuentros y malentendidos, las rodillas hambrientas establecieron su propio diálogo por debajo de la mesa, y sonaba un saxo, y un contrabajo y un piano, pero no supe identificarlo, nunca identifico ninguna pieza de jazz, y tú miraste todo de pronto con otros ojos y dijiste algo de un sueño, algo de no despertarte ni siquiera con un beso, y seguíamos entrelazando los silencios, aunque para entonces ya sabíamos, y ese café tendrá ya para siempre el color de tus ojos.



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Por fin me acerqué a la Semana Negra, ayer por la tarde, con una de mis mejores amigas. Para empezar hubo que reunir el valor, porque para mí las tardes se presentan complicadas, porque a medida que pasan las horas la energía se agota, y cualquier esfuerzo se convierte en heroísmo.

Ir hasta la Semana puede ser heroico. Un poco menos si vas en taxi, claro, que T. no está muy allá por culpa de una ciática inoportuna y tonta (hay que ver, seguramente nos estamos haciendo mayores, estamos hechas una piltrafa…), aunque me parece a mí que ella insistió sobre todo por mi cansancio. En fin, las amigas es lo que tienen, que son capaces de hacerte creer que les haces un favor cuando te lo están haciendo a ti.

Total, que allí estuvimos. En la nueva ubicación, en plena playa de Poniente. No puedo contar apenas nada, porque nos limitamos únicamente a estar en la Carpa del Encuentro, y muy poco tiempo. El justo para encontrarnos con viejos y muy queridos amigos. José Carlos Somoza presentaba su última novela, La llave del abismo. Creo que no hay novela de este autor a la que no haya asistido a la presentación. A veces como público y muchas otras como presentadora. Todas sus novelas son recomendables. Algunas son MUY recomendables. La caverna de las ideas, La dama número trece y Zig Zag, son extraordinarias. Con José Carlos Somoza tengo pendiente, me lo recordaba él en un correo hace muy poco, una comida en Ciudadela de las tantas que hemos tenido que se prolongan en conversaciones de horas. Ayer, casi con ganas de llorar, que una es muy blanda, no pude evitar proponerme que sí, que volveré a ser la de antes, y esa comida pendiente la celebraremos muy pronto.

Nos quedamos un ratito más, porque Fritz Glockner charlaba con  Mario Mendoza. Mario forma parte de esa generación de novelistas colombianos (entre los que también se incluyen Santiago Gamboa y Jorge Franco) que toman el relevo de García Márquez. Su mundo por contraposición al del Nobel, es fundamentalmente urbano. Concretamente, en el caso de Mario la ciudad, la gran ciudad tercermundista en la que no sólo conviven diferentes grupos sociales. También, de algún modo están presentes diferentes periodos históricos, coexistiendo, en una espiral que se forma a partir de modos de vida que sólo en ciudades gigantescas y con crecimientos brutales a trompicones, pueden darse. También habló de la desesperanza: el mundo como un lugar terriblemente violento y con poca solución. Porque la violencia no es sólo la del disparo, la de las bombas, la de los secuestros y los crímenes. Hay una violencia que puede denominarse transpolítica y que tiene que ver con otros aspectos que convierten al mundo en un lugar muy poco habitable. Contó Mario algo que le había impresionado a partir de una lectura en un periódico: La preocupación por una serie de fallos en los electrodomésticos de los ancianos europeos, que por su frecuencia llevaron a las autoridades a investigar el asunto, ante la posibilidad de que el mal uso por la edad o el deterioro de viejos equipos pudieran ser peligrosos. Lo que descubrieron fue que si bien los aparatos eran de última generación, padecían extrañas averías, cuyo origen sólo se descubrió después de algún tiempo. Parece ser que los ancianos estropeaban a posta los electrodomésticos para tener la visita de un técnico que les hiciera compañía durante un rato, alguien con quien charlar, una vida por la que interesarse, la posibilidad de ofrecer las galletas que habían hecho, o el café. Se trata por tanto de una sociedad enferma de  esa violencia transpolítica: la misma que lleva a que los índices de personas que necesitan ayuda farmacológica para superar su estrés, su insomnio, sus tristezas, la misma que repletita de  tecnología, información y de algún modo hipercomunicada, genera el aislamiento y la incomunicación. Esas formas de violencia invisible pueblan las páginas de las novelas de Mario Mendoza. Una de ellas, Satanás, premio Biblioteca Breve de 2002,  ha sido llevada a la gran pantalla y el resultado, con dirección de Andrés Baiz, acaba de estrenarse en España, aunque  a esta ciudad, no ha llegado y tengo serias dudas de que llegue. Así es el panorama de la programación cinematográfica, pero no voy a entrar en ello, porque puedo cabrearme mucho. Yo me traje a casa La ciudad de los umbrales,su primera novela, que aguarda a ser leída, porque este tipo de regalos se leen de otra manera. Son de los que desafían a cualquier fatiga crónica.

Estoy esperando a que  Rafa en su blog haga una crónica pormenorizada de alguna de las mesas o recitales o lo que sea a las que haya asistido. Seguro que habrá estado más tiempo del que estuve yo, que fue casi puramente anecdótico. Y seguro que lo contará  muy bien.

Fritz Glockner y Mario Mendoza en la Semana Negra

Nota de gratitud.- Anab, que tiene dos gemelas monísimas y una puerta deshecha, ha tenido a bien concederme un premio (¡ay!), que yo le agradezco de todo corazón, y que, -ya se lo he dicho a ella- no es nada comparado con el premio que es que gente como ella se pase por aquí y lea y comente y todo eso. Ese es el gran premio, el de cada día. Este, el Brillante weblog que comparto con muchos de los amigos que por aquí nos encontramos, es además de todos los que cada día dais sentido a las palabras. Si no, menuda gracia escribir un blog.

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Ya en otra ocasión despotriqué acerca de las sociedades de gestión y las discográficas (que no dejan de ser lo mismo) y no voy a repetir el rollo, porque ni ha pasado tiempo suficiente como para cambiar de idea, ni creo que se modifique mi visión del asunto.

Pero es que hoy por razones que serían un poco largas de explicar, ha caído en mis manos un disco fantástico, que a mí me gusta mucho, y que se publicó hace ya unos cuantos años y del que yo no tenía ni la más remota idea. Algo parecido a lo que me pasó con Claroscuro, de Víctor y Diego, del que también hablé aquí. Y, claro, podría suceder que yo sea la persona menos informada del mundo en lo que a lanzamientos musicales se refiere, que no digo yo que no, pero me parece que no es eso. Lo que me parece, y sé con certeza, es que los canales de promoción de la música están totalmente copados, teledirigidos y perfectamente planificados para que no tengamos más remedio que escuchar a los niños de Operación Triunfo.

Pero mira por dónde, hoy he escuchado Caramelos de Luna, un disco de Noel Soto que salió en el año 98. Y sé que muchos de los lectores más jóvenes se preguntarán quién es Noel Soto, y que ya está la abuela cebolleta con las batallitas de las canciones de la adolescencia. Sí. Noel Soto tiene mucho que ver con sus canciones con la banda sonora de mi adolescencia, porque canciones como Noche de Samba en Puerto España, o Hello, hello, o Flechas en el aire, o A más de mil kilómetros… forman parte de esa colección de canciones que nos permiten ir enhebrando una vida, los años de una vida, de estribillo en estribillo.

Dejé de saber de Noel Soto hace muchos años, y no tenía noticia, no ya de si cantaba o no, ni siquiera tenía  la más remota idea de que continuara sacando discos. Y ahí está. Desde que le perdí la pista creo que ha sacado cinco o seis discos. Cinco o seis discos de  los que no he tenido ni la más mínima noción. Y yo, conste, escucho la radio, veo la tele y hasta revuelvo en las tiendas de discos (bueno, eso antes, digamos que ahora revuelvo en la sección de discos de grandes almacenes).

Lo que me lleva al rollo de siempre, a las quejas lastimeras de las discográficas, y sus admoniciones en plan agorero de que los internautas (también conocidos como pendejos electrónicos en palabras de uno de sus máximos representantes, el que cuando cantaba aquello de Ponte de rodillas no sospechábamos ni de lejos, que acabaría queriendo ponernos  a todos de rodillas, castigados) estamos matando la música. Pues no, me parece que la cosa no es así. Más bien quienes de verdad salvamos la música somos los que buscamos y recuperamos voces y palabras perdidas, los que descubrimos gente nueva valiosísima que por ahí anda cantando en bares y grabando sus cosillas en su casa, los que perseguimos sus canciones (sí, como sea), los que indagamos para saber dónde tocan y allí estamos pagando por escucharlos, porque nos merece la pena. Me temo que la salvación de la música está más bien ahí, y no en esas niñas enloquecidas que escriben en sus caras los nombres de las prescindibles (y justamente olvidados dos meses más tarde) estrellas de OT y chillan en sus conciertos. Porque hablábamos de música, claro.

Total, que me gusta mucho el disco de Noel Soto.  Canciones con un toque country, muy agradables de escuchar, inteligentemente escritas. Y que he empezado a buscar canciones por ahí de los discos que no había descubierto en su momento. Y que con mi limitada movilidad actual para andar viajando, que no me permite otra cosa, que Noel Soto sepa que si da un concierto en cualquier garito, o en cualquier sala o donde sea, en mi ciudad, ahí estaré.

Y mientras tanto, las discográficas que promocionan productos con fecha de caducidad como yogures  y nos acusan de estar matando a la música, que digan lo que quieran.

El vídeo corresponde a una canción del último disco de Noel Soto, Diez, pero el estilo es muy parecido a las canciones de Caramelo de Luna, del que no he encontrado ningún vídeo en youtube, qué se le va a hacer.

Nota pequeñita. Que la niña ha ganado otro premio, esta vez el de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid con un poemario que se titula «Culpa de Pavlov«. Y yo lo digo por decir, así bajito, que no parezca que estoy muy orgullosa y que se me cae la baba y eso,  más que nada por ella, que está tan acostumbrada a que le dé caña literaria en plan madrastra, que no se lo va a creer…

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Dos, sólo dos

Dos capítulos me quedan para terminar de ver la cuarta temporada de Lost. Sí, ya sé quería verlos de tirón, pero por otro lado deseaba racionarlo lo más posible. Nunca he sido adicta a ninguna droga, pero supongo que algo así debe de pasar cuando estás enganchada.

Y sí, yo estoy enganchada a Lost, y ahora mismo dudo entre dar al play o no, y ventilarme los dos últimos capítulos que seguramente me dejarán con una sensación de pérdida total hasta que llegue la quinta (y última) temporada.

No quiero comentar nada de la serie, porque es posible que algunos de los lectores habituales no la hayáis visto todavía, y , puesto que otros, que ya la habían visto hace tiempo, han sido lo suficientemente buenos como para no desvelar con ningún spoiler la trama, no diré ni mu. Pero hay que ver qué buenísimos son estos guionistas. No digo más.

Y así sin desverlar nada, diré que mola Sawyer, y que mola Jack. Y Locke.  Y Sayid. Y Desmond, claro. Y hasta Ben. Y todos y cada uno de los personajes tan diferentes de los que estamos acostumbrados a ver en otras series, esquemáticos y previsibles. Y que el ritmo narrativo es genial. Pero creo que esto ya lo he dicho.

Así que no sé. Porque escribía este post para distraerme de las ganas de arramblar con los dos últimos capítulos. Y sé que no, que no debo hacerlo, que tengo que guardarlos para otro momento. Que los placeres hay que dosificarlos, y porque además, el tiempo que falta para la próxima temporada todavía es largo y la orfandad en que nos dejan, un poco desesperante.

Claro, que por ahí anda Fringe, la nueva serie del chico Abrams, cuyo episodio piloto parece que se ha filtrado en la red. Yo no lo he visto, pero dicen los que sí que nada tiene que ver con Perdidos. Así que me temo que no va a servirnos de metadona para aliviar los terribles efectos del síndrome Lost…

¿Algún recurso para combatir el terrible mono que se me avecina en cuanto me decida a darle al play y me ventile los dos últimos capítulos?

(Ya sé que este vídeo es muy viejo. Pero ahí va, por si hay alguien que todavía no sabe que Lost es una serie cargada de, entre otras cosas, muchísimas preguntas)

Nota a posteriori. Quede claro que he hablado de Lost porque la otra opción que tenía (y ahora no me lleva la conciencia no mencionarla) era cabrearme, despotricar, abominar y lanzar toda la mala hostia que me ha generado un magnífico artículo de ese señorito andaluz, tan brillante él, llamado Antonio Burgos, y que en el ABC se despacha a gusto y de paso, por si alguien lo dudaba, demuestra lo machista, casposo, y… (no , no voy a poner ningún calificativo más, que seguramente serían gruesos y total pa qué) que puede llegar a ser. Ni siquiera lo voy a comentar, que me pongo mala…

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Hay un día, un momento en cada verano en que, inexplicablemente, nos vemos atacados por una nostalgia de invierno cuyo origen se desconoce. Sucede que hace sol, que la temperatura es perfecta, pero de pronto el rigor del invierno, el frío, el aire helado se presenta ante nosotros como lo más deseado en ese instante. Y al revés: hay un momento en todos los inviernos en que la nostalgia del sol, de las tardes desperezándose lentas, encuentra su hueco en  la mirada que contempla desde el autobús la calle lluviosa y triste.

Yo he tenido una de esas nostalgias del invierno más frío esta misma mañana, cuando la playa era sol recién nacido y el agua que me lamía los tobillos estaba inusualmente cálida. Fue una canción: me acarició una voz los oídos y la caricia llegó al corazón y los resortes de la memoria se pusieron a funcionar y volví  a tener quince años y a estar en el instituto en las horas de un recreo inmisericordemente frío, con las manos heladas. Y X. volvió a frotármelas como entonces, a conseguir que me volviera la sangre  a los dedos blancos, y el sol de la playa se desvaneció y el horizonte lejano se convirtió en un muro en el que alguien había escrito muerte a los comunistas y a continuación una esvástica, y aquella pintada estuvo allí durante todo el invierno recordándonos lo frágil que era todo, porque  hacía poco más de un año que había muerto Franco y las cosas estaban como estaban. Y me vino una nostalgia tonta de aquellas horas sentados en los escalones del patio, de la calle de la Estación y del camino de vuelta a casa, y de la librería y del olor de los vestuarios y de los chicos brutotes de la clase y de los motes de los profesores, y de las risas tontas y de todo aquello que eran los inviernos fríos de entonces.

Fue seguramente un instante, el tiempo justo para enhebrar una canción y un recuerdo y para que se manifestara ese invierno que está encerrado en la mañana más bonita del verano.

La foto, que pertenece al blog de Loriva, recoge el momento de la demolición de mi instituto hace unos meses. Seguramente por eso también, la nostalgia.

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A veces algún amigo del, digamos, mundo real, entra en este blog. Cuando eso sucede, cuando de pronto alguien te llama  y te dice, oye, que he encontrado tu blog y te leo siempre, se produce una sensación muy rara.

No soy muy distinta de la que aquí aparece. O eso creo. Supongo que alguno de los que comenta habitualmente y me conoce de la vida real  podría ratificarlo, o discrepar, no lo sé. Yo creo que no hay grandes diferencias, no me he creado un personaje (ni siquiera el nombre, eso de BrujaRoja, que es el modo en que me llaman mis amigas las brujas de colores, tanto por el color del pelo, como por lo especialmente zurda que me pongo a veces) y no pretendo tampoco ocultarme demasiado, a pesar de que tampoco me apetece hablar de aquellas cosas que pueden identificarme más, aunque luego eso resulta una pura broma, porque al fin y al cabo a mi hija la conoce un montón de gente, y si bien hubo un tiempo en que ella era conocida por ser mi hija, ya ha conseguido que yo sea conocida por ser su madre. Lo cual, dicho sea de paso, está muy bien.

Pero no deja de ser extraño, porque la vida del blog es como otra vida,  a pesar de ser la misma, a pesar de no ocultarme más allá de la pura prudencia, a pesar de todo. La vida del blog, de este al menos, se asienta en el ámbito de lo  íntimo incluso sin habérmelo propuesto. Cuando empecé a escribir el blog pensaba que sería un espacio destinado a anotar mis avances en el patchwork. Yo quería tener un blog como los que leía, repletitos de fotos de maravillas hechas con las manos y con la aguja y con las telas de colores. Desgraciadamente mi destreza no da para tanto, y aunque conseguí terminar un quilt y ando enredada en otro, no me alcanza para dejar constancia en el blog con el ritmo y rapidez (cielo santo, cómo se arreglarán) con que las quilters me alucinan en sus blogs.

Pero no fue solo eso. Es que de pronto descubrí que los dedos se me iban en contar otras cosas, que eran las que pedían salir. Que quería dejar anotadas las miradas que podía dirigirles a las cosas y a las situaciones desde este extraño espacio en el que me encuentro, desde el lado de afuera de las cosas, que curiosamente es el lado de adentro de mí misma.

La que escribe no es muy distinta de la que vive, o eso me parece. A veces incluso es más real. Igual que la que está al otro lado del espejo.

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