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Archive for 23 de agosto de 2008

Miserables

La vida no siempre se porta como una dama. A veces es una hija de puta, y golpea y muestra su rostro más cruel. A veces la vida se quita la careta y nos muestra la evidencia de la muerte, porque en realidad es lo único que hay detrás de ese suspiro de voces y de años y de besos y de risas. Y lo hace de forma brutal. De golpe. El dolor no es mayor que el de cada semana, el de cada día, cuando esperas que alguien llegue y no lo hace, y no te coge el teléfono, porque ya nunca lo hará, porque ya no está y su coche es una masa de metales retorcidos. A veces a la vida le da por ser muerte y mostrar que, de un solo tajo, puede acabar con muchas cosas, ponerle  un punto final precipitado a muchas biografías, despreciar y burlarse de una ley natural que debería ser inquebrantable y que debería impedir que nadie sobreviva a sus hijos.

Entonces hay que apagar la tele. Sin más contemplaciones. Porque a la conmoción, al dolor solidario con el dolor en carne viva ajeno, puede sumarse el asco, la incredulidad de que se hagan las cosas que se hacen, que se escarbe, que se busque la declaración dolorida, mejor el grito desgarrado, las lágrimas. Pura pornografía, asco, asco, asco.

Es cierto que pasan cosas y hay muertes y las cifras no cuentan quiénes eran y qué sueños tenían cada uno de los muertos. Es cierto que individualizar sus historias, nos da la verdadera dimensión del dolor. Pero perseguir a abuelos que acaban de perder a sus nietos y violar su estupor y su espanto con un micrófono y una cámara es sólo un espectáculo para miserables. Para los miserables que pagarán más por la foto en la que los heridos tengan más superficie corporal abrasada, para los miserables que lo ordenan desde sus despachos con la justificación -todo vale- de una audiencia,  para los miserables que no son capaces de tirar a la primera papelera ese micro que degrada su profesión y los sueños que alguna vez tuvieron, y preferir trabajar en un burguer, para los miserables que en el sofá de su casa se empapan de dolor ajeno y se creen que lo comparten sólo porque asisten a tanto desgarro. Para esos teóricos, tan defensores de la libertad de expresión, que justifican la exhibición impúdica del dolor con el derecho a la información.

Claro, que quizá el mal ya esté hecho y sea demasiado tarde y no todo el mundo sea capaz de vivir el dolor con dignidad. Si hay gente dispuesta a ir a contar su vida al Diario de Patricia, por qué no va a aparecer el primo o el cuñado de alguno de los muertos dispuesto a hacer declaraciones, si el virus de la miseria emocional ya está tan presente y tan arraigado. Por qué no va a subastar al mejor postor, con la coartada de la rehabilitación, el marido de una superviviente la exclusiva de la primera entrevista.

También hay miserables al otro lado del dolor.

Por eso, por todo ello, es imprescindible apagar la tele. Porque la miseria, como una marea imparable, lo invade todo.

(Lo siento. No pensaba mencionar nada relacionado con esto. Es más, hoy quería hablar del milagro de los amigos, de la magia de los reencuentros, de las búsquedas que llevan a donde uno no se imaginaba, de los juegos que nos inventamos para ir sobreviviendo. Pero si no lo digo, creo que reviento)

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