Feeds:
Entradas
Comentarios

Archive for 20 de junio de 2008

Los últimos días de junio en los lejanos veranos de la infancia eran una promesa. De pronto se terminaba el colegio y comenzaba la vida salvaje, las zapatillas de lona nuevas, los vestidos de verano, los pantalones cortos. Las cerezas, la alta hierba de los prados segada, el orbayu de San Juan. Y Blanqui. Blanqui volvía cada año cuando finalizaba junio a pasar el verano en nuestro pueblo con su familia, con su madre, con su hermana pequeña, con su hermano mayor. Los fines de semana llegaba también su padre y ella se ponía muy contenta. Blanqui era muy especial. Traía consigo un equipaje que yo atribuía entonces a su condición urbana, pero con los años he comprendido que no, que lo traía de serie. Era ella. Una imaginación desbordante,  unas ideas que para mí eran impensables ( «¿Y si resulta que no existe Dios?» le dijo un día al borde de los once años a mi infancia de colegio de monjas y misa los domingos) , unas lecturas que me impresionaban (ella leía La madre de Gorki cuando yo apenas salía de los libros de Los Cinco de Enid Blyton…)  Blanqui era morena, menuda, ágil. Tenía una enorme sonrisa y un pichi de color naranja y por la mañana hacíamos juntas los recados, y las tardes trepábamos a los árboles, jugábamos a las hadas en un bosque de castaños, recortábamos mariquitas en los días de lluvia, compartíamos confidencias al atardecer, tratábamos de entender el mundo y merendábamos rebanadas de pan con mantequilla y azúcar.

El verano era un tiempo interminable, un territorio que , sobre todo en aquellos últimos días de junio se extendía ante nuestros ojos como algo inabarcable. La enloquecían los perros, los cachorros que mi perra, Pastora, paría cada verano y nos acompañaban en nuestras andanzas hasta que terminaba el verano. Le gustaban tanto los perros, que un día, por acariciar el de una vecina, que no estaba demasiado acostumbrado a los mimos, recibió una mordedura tan impresionante en un brazo que todavía me mareo cuando recuerdo la sangre brotando y aquella sensación de desgarro. Blanqui tenía una gran colección de mariquitas que recortaba con una precisión increíble  y jugábamos a hacer festivales de la canción después de vestirlas con sus mejores galas.

El verano entonces era el mundo. Septiembre estaba tan lejos, sonaban en la radio canciones que hablaban de sol y de playa, tan lejana entonces en aquel pueblo de montaña, pescábamos renacuajos en el bebedero de las vacas, y contemplábamos fascinadas la forma en que iban creciendo cómo disminuía su cola, cómo aparecían las patitas, cómo se convertían en rana, y ni siquiera esperábamos que alguno de ellos se convirtiera en príncipe. Arrancábamos ciruelas rojas de los árboles, hacíamos vestidos entrelazando hojas de castaño, cantábamos a voz en grito todas las canciones de verano.

Blanqui volvía siempre con el verano, y se iba con septiembre, y su despedida ponía siempre el punto final al verano, y una tristeza extraña, desconocida, que tenía mucho que ver con la melancolía. Siempre nos prometíamos que nos escribiríamos muchas cartas, pero no era verdad del todo. Apenas un par de ellas, no más, porque el curso era otra cosa, otro mundo, el colegio le ponía su propio ritmo a la vida y el verano parecía un tiempo perdido, una lejanísima colección de imágenes perdidas en la memoria. Hasta que volvía.

Un año no volvió. Sus padres cambiaron de planes a la hora de pasar el verano, y aunque un par de años más tarde estuvo unos días allí, las cosas eran diferentes. Estrenábamos la adolescencia y algo se había roto, aunque no supiéramos muy bien qué.

Y luego se hizo el silencio, porque la vida es así, y crecimos, y hubo ciudades, y trabajos, y vidas, y amores.

Hace un par de años la busqué y la encontré porque en esta sociedad de la información nuestras huellas son relativamente sencillas de seguir si nos empeñamos. Fue estupendo volver a encontrarla, comprobar que sigue habiendo algo de la Blanqui mágica y niña en esta Blanca adulta,  profesional, equilibrada, madre. Tiene, todavía, una cicatriz en el brazo, y el brillo en los ojos.

Y ahora, que vuelve el verano, aunque no haya árboles a los que trepar, ni castaños que susurran con la brisa, ni cerezas, vuelvo a pensar en ella.  Y en el corazón se me pinta un sol grande. Amarillo.

(Y los jóvenes no se me rían de la estética de la época. Qué le vamos a hacer, si ya han pasado taaaaaaaaaaaaantos años…)

Read Full Post »